domingo, 16 de agosto de 2009

la necesidad del arte

Nietzsche declaró en el siglo XIX la muerte de Dios. “Nosotros lo hemos matado”. Hemos usado la esponja prestada para borrar el horizonte. En su obra La gaya ciencia, Nietzsche plantea las cuestiones más importantes a tener en cuenta una vez el mundo suprasensible del ser humano pierde toda su “fuerza efectiva”, como diría Martin Heidegger. “¿Hacia dónde iremos nosotros?”, “¿Qué ritos expiatorios, qué juegos sagrados tendremos que inventar?”.

Ante la pérdida de nuestro bien más preciado, cabe plantearse cómo el ser humano va a sustituir la presencia de Dios, porque por ser “lo más sagrado y poderoso que poseía hasta ahora el mundo” ha dejado un vacío que hay que llenar. Fuera de la figura de Dios hay que buscar otras vías de explicación, como ya predijo Nietzsche, consciente de que la necesidad de lo sagrado para el ser humano es genético. A lo largo de este capítulo, voy a intentar demostrar la apreciación de una necesidad genética de lo sagrado en el hombre, apoyándome en las tesis de Joseph Brodsky y Ernst Fischer.

Voy a dedicar estas páginas a argumentar cómo una posible vía de explicación de la existencia puede provenir de la ficción literaria. Empecemos por considerar la ficción como un mecanismo útil para acceder al psiquismo humano y funcionamiento mental. A partir de aquí, es importante confiar en la ficción como un lugar palpable donde el ser humano puede alcanzar la percepción de la realidad más real, si se me permite relacionar la literatura con realidad. Y digo esto porque el error social que actualmente preside la mesa es el creer que el arte de la literatura es una simple descripción de algo fantasmagórico, que no existe y que no tiene consecuencias reales como las que tienen los estudios de la medicina o la ingeniería. En el tercer capítulo me voy a dedicar a argumentar bajo las tesis de Wolfgang Iser cómo la realidad queda limitada para el ser humano y cómo la existencia de un mundo ficcional contribuye a la supervivencia del hombre.

Pero ahora voy a seguir con la idea de vacío existencial que presenta nuestra era actual a causa de la creencia de que un vocabulario laico es suficiente para explicar el mundo que nos rodea. La etapa histórica actual está asistiendo a un nuevo movimiento evolutivo del cerebro, un proceso de educación para poder procesar la realidad de otro modo distinto al que lo hacían nuestros antepasados, cuando aún creían y confiaban en la relación del mundo suprasensible con la esencia del hombre. Actualmente, existe una insuficiencia mental para entender la realidad por la pérdida de esta conexión.

Me interesa mucho ofrecer las ideas de Joseph Brodsky porque considero que sus tesis pueden ayudarme a defender de manera irrefutable cómo el arte funciona como una autodefensa existencial para el hombre. Joseph Brodsky, en su libro de ensayos, Del dolor y la razón, aborda de forma provocadora cuestiones como el aburrimiento, la intrascendencia humana y la percepción del tiempo y defiende que la pasión y la creatividad surgen del láser de la finitud humana:

“Podría aducirse, desde luego, que la búsqueda incesante de originalidad e innovación constituye el instrumento del progreso y, por tanto, de la civilización. Sin embargo, la experiencia nos enseña que esa búsqueda no es la más fructífera. Si analizáramos la historia de nuestra especie a partir de los descubrimientos científicos, sin entrar en conceptos éticos, el resultado no nos sería favorable. Obtendríamos, hablando técnicamente, siglos de aburrimiento. La propia noción de originalidad e innovación revela la monotonía de la realidad, de la vida, cuya esencia –mejor dicho, cuyo lenguaje- es el tedio”.

Brodsky defiende que “la pasión es el privilegio de lo intrascendente”. El tiempo como pulsación repetitiva e incesante aprende de nosotros que somos finitos y, por tanto, siempre seremos superiores al tiempo por nuestra sensibilidad:

“Pues si aprendemos la lección que el tiempo nos da sobre nosotros mismos, quizá el tiempo, a su vez, pueda también aprender de nosotros alguna lección. ¿Cuál sería? La de que, aún inferiores en trascendencia, lo superamos en sensibilidad.
Eso es lo que significa ser intrascendente. Y para entenderlo hay que dejar que entre en nuestra casa el aburrimiento paralizador, démosle la bienvenida. Somos intrascendentes porque somos finitos. Pero cuanto más finito es algo, más cargado viene de vida, de emociones, de goce, de miedos, de compasión. Poca vida o emoción encierra la infinitud. Nuestro aburrimiento, al menos, nos permite verlo. Porque nuestro aburrimiento es el aburrimiento de la infinitud”.

Realmente, la visión romántica de Brodsky sobre la finitud del hombre deja sin esperanzas a quien lo lee pero si vamos más allá entendemos que de la repetición del tiempo surge el aburrimiento; del aburrimiento nace la pasión; de la pasión descubrimos nuestra sensibilidad; y de la sensibilidad se crea arte.

“Así pues, respetadlo por sus orígenes, y quizá también por los vuestros. Porque la anticipación de tal inanimada infinitud es la que explica la intensidad de los sentimientos humanos, traducida a menudo en la concepción de una nueva vida. Con ello no quiero decir que hayáis sido concebidos a causa del aburrimiento, ni que lo finito engendre lo finito (aunque ambas afirmaciones puedan ser verdaderas). Lo que pretendo sugerir es que la pasión es el privilegio de la intrascendente”.

Es muy interesante la reflexión que hace Brodsky porque sitúa el arte en una posición inamovible dentro de las capacidades del ser humano; el arte no es optativo. La misma realidad pide a nuestra mente (y nuestra mente a nuestras manos) que haga arte para conocerse, para conocernos.

A partir de Brodsky, viene a mi mente la teoría de Hegel, quien en su obra Introducción a la estética, defiende que el arte “hace accesible a la intuición lo que existe en el espíritu, la verdad que el hombre abriga”. Gracias al arte:

“El hombre puede ser testigo entristecido de todos los horrores. El arte puede elevarnos a la altura de lo que es noble, sublime y verdadero, llevarnos a la inspiración y el entusiasmo, lo mismo que puede hundirnos en la sensualidad más grande, en las pasiones más bajas, ahogarnos en una atmósfera de voluptuosidad y dejarnos desamparados, aplastados por el juego de una imaginación desencadenada que actúa sin freno”.

El mayor problema de la era actual (y sobretodo a partir de la crisis de la modernidad) es creer que se puede prescindir de la mentalidad arcaica, que no hace falta creer en Dios ni proyectar una concepción animista del mundo. Pero no hay que olvidar que la estructura cerebral arcaica sigue rigiendo nuestra mente y da origen a nuestra conducta “sin la cual nunca podríamos identificarnos como seres humanos”, dice Francisco J. Rubia, autor que será tratado con más detalle en los siguientes capítulos. La mentalidad primitiva es la que da origen a las experiencias religiosas, artísticas y creativas. Es absolutamente necesario defender la herramienta que nos permite hacer arte porque sin el arte no nos podemos conocer como seres humanos. Jung defiende esta causa y argumenta que “aunque el pensamiento arcaico es una peculiaridad de los niños y los primitivos, este pensamiento ocupa un amplio espacio en el hombre moderno”. Con esto quiere decir, que lo que era antes un estado consciente de mitos y fantasías, en la actualidad sólo se permite acceder a lo maravilloso y místico a través de los sueños. Nietzsche afirmará: “así como el hombre ahora razona en sueños, así también razonaba la humanidad hace muchos miles de años cuando estaba despierta”.
En resumen, hemos reducido nuestras posibilidades de comprensión del mundo porque hemos creído que desterrando la concepción espiritual y mística podíamos llegar a alcanzar un estado más real de comprensión, más tangible. Esto ha generado una insuficiencia mental para entender el microcosmos que nos rodea porque el ser humano, en la actualidad, sólo cree acceder a un umbral de la realidad, cuando hay muchos más. Pretendemos ser sociedades laicas pero nuestra anatomía no está hecha para ser así; así pues, requiere un esfuerzo muy grande luchar contra nuestra propia naturaleza, lo que puede causar sociedades infelices e incluso enajenadas.

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