domingo, 16 de agosto de 2009

El caso de Leslie Feinberg: el inframundo de la descategorización

El testimonio de Leslie Feinberg en su obra Stone Butch Blues va a reseguir el recorrido de esta reseña. Buscando por Internet ciertas lecturas inspiradoras para este escrito, he encontrado la aportación de este activista y escritor transexual a la teoría queer. Este libro está cargado de sus experiencias -de hecho ha sido quizás la primera autobiografía transexual- y ha conseguido mostrar toda una ambivalencia hacia las identidades masculinas y femeninas, moviéndose siempre en el espacio limítrofe del género y de la representación. En el fragmento que he leído, Leslie Feinberg explica con gran ambición y angustia la lucha de los demás por cambiarla. Desde pequeña, la escritora ha mostrado una cierta tendencia a la indefinición de género, escuchando en repetidas ocasiones la pregunta: «¿Es varón o es hembra?».

"Yo no quería ser diferente. Ansiaba ser todo lo que los adultos deseaban, de modo tal que me quisieran. Seguía todas sus reglas, me esforzaba al máximo por complacer. Pero había algo en mí que les hacía fruncir el ceño. Nadie nunca le puso nombre a qué era lo que estaba mal."

Todos aquellos rasgos que la desdibujaban como mujer o como hombre provocaban reacciones absolutamente devastadoras sobre ella. Uno de los ejemplos que relata sucede en el colegio, cuando la profesora le pregunta su nombre y ella le responde que se llama Jess Goldberg. Entonces, la maestra le pregunta: «¿Qué clase de nombre es ese?, no es nombre de nena». Entonces ella bajó la cabeza, mientras los demás chicos se tapaban la boca con la mano para sofocar la risa.

Una de las escenas más interesantes que relata en el libro es una breve conversación con algunos animales, en concreto un perro y un cuervo. «Cuervo, ¿eres varón o mujer?», le pregunta, y el cuervo responde: «¡Caw, caw!». Con este diálogo se resume parte de las reflexiones que dan nacimiento a las teorías de género. Leslie Feinberg ha querido dar a entender con esta escena autobiográfica, aunque más bien simbólica, que la naturaleza no ha encontrado nada malo en ella, sino que son las personas quien, por culpa de una serie de valores impuestos y definidos como correctos, la juzgaban con crueldad: «y yo me fui encerrando, o me fueron encerrando, en la soledad». Cuando habla con los animales y éstos no son capaces de responder si son mujer u hombre, se siente profundamente identificada y siente que, al menos, existe alguien que siente lo mismo que ella. La escena es profundamente trágica, en mi opinión, porque el único consuelo lo encuentra por parte de un perro y de un cuervo. Ellos no la juzgan y, además, pueden vivir sin género, sin estar en el género. Ella, en cambio, es una persona que tiene recibir serios castigos por vivir fuera de él. La gente necesita saber con quién trata, qué tipo de texto leen en el cuerpo y se presupone que sólo existen dos opciones: hombre o mujer. Cuando tu cuerpo responde a una, podríamos decir, mayor complejidad de definición, este cuerpo, con su alma, es castigado y torturado. Ella no encajaba en ninguna categoría y eso provocaba: en primer lugar, el desprecio y repulsa de los demás; en segundo lugar, la imposibilidad de saber a qué mundo pertenecía cuando no pertenecía a ninguno, es decir, era un cuerpo difícilmente legible porque no entraba en una categoría fija y sólida como es la categoría hombre y mujer.

Leslie Feinberg explica cómo sus padres la llevaron a un centro reformatorio -cuando la descubrieron vestida con un traje de su padre- y cómo allí le servían pastillas que le ayudaran a curar su «enfermedad». Además, «una enfermera me explicó las reglas que debía cumplir: tenía que levantarme por la mañana y permanecer en la sala todo el día. Tenía que usar vestido, sentarme con las piernas cruzadas y las rodillas juntas, ser amable y sonreír cuando me hablaban». Aquí es cuando la escritora explica el momento en que ella se dio cuenta de que el mundo no sólo podía juzgarla, sino que, además, podía ejercer un poder enorme sobre ella, en su contra. Éste es uno de los momentos más importantes que envuelven a las personas lesbianas, gays, intersexuales y transexuales: el momento en que se dan cuenta de que siempre serán diferentes y que van a ser obligadas a cambiar para poder adaptarse a lo que se presupone que es «normal»; se dan cuenta de que el mundo no sólo las juzga, sino que las cambia. «La escuela de señoritas me enseñó de una vez por todas que yo no era linda, que no era femenina y que nunca sería elegante. El lema de la escuela era: “Toda chica que entra aquí, sale convertida en una dama”. Yo fui la excepción».

Hay una situación descrita por la autora, también, muy digna de comentar, y la transcribiré aquí tal y como está contada:

“Mamá, ¿es un él-ella?” pregunté en voz alta. Mis padres intercambiaron miradas divertidas y se rieron. Mi padre me miró por el espejo retrovisor. “¿Dónde escuchaste esa palabra?”. Me encogí de hombros. No estaba segura de haber oído alguna vez esa palabra antes de que se me escapara de la boca. “¿Qué es un él-ella?”, quiso saber mi hermana. A mí también me interesaba la respuesta. “Es un bicho raro”, se rió mi padre. “Como un beatnik”.

Lo que más me gusta de la escena que describe es que sólo ella puede entender la posible existencia de un género él-ella; esta realidad sólo puede ser comprendida y concebida por alguien que ve más allá (a causa de sus experiencias o de su disruptividad), por alguien como ella, él-ella, que se siente entre estos dos géneros y que cree poder ser los dos a la vez. Para la realidad de sus padres y de todos los demás que la rodean sólo se puede ser hombre o mujer y, dependiendo de esta definición (que se presupone, según las teorías de Judith Butler, que es una construcción social) tienes que asumir ciertos roles. También describe la escritora una circunstancia muy significativa de esto que estoy contando. Lo transcribiré con sus mismas palabras, que causan mucho más efecto:

“Quiero un sombrero de Davy Crockett”. Mi padre apretó con más fuerza: “Dije que no”. “Pero, ¿por qué?” grité entre lágrimas. “Todos lo tienen menos yo. ¿Por qué no?”. Su respuesta me resultó inexplicable. “Porque eres una nena”. “Estoy harta de que la gente me pregunte si es nena o varón”, escuché que mi madre le decía a mi padre. “A todos lados donde la llevo, la gente me pregunta”.

Todo el fragmento que he leído, entero, es absolutamente representativo de cómo el mundo busca una categorización para leer y para ser leído. Es, además, profundamente ilustrativo de todas las reflexiones que envuelven a estas teorías porque, al ser autobiográfico, puede encontrar, evidentemente, otras personas que se sientan identificadas. Lo mismo sucede con el cómic Fun Home de Alison Bechdel, aunque este asunto en concreto está tratado de un modo más indirecto. Así pues, estas experiencias sólo pueden ser narradas por personas que son capaces de ver más allá porque han experimentado la desconstrucción de su género y han vivido en el inframundo de las descategorización.

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